No es un asunto de fronteras

Dada la frecuencia con la que hablamos de migraciones, podríamos preguntarnos si es necesario un Día Mundial de las Personas Migrantes. Sin embargo, es justamente el discurso público sobre las migraciones y no el fenómeno en sí, natural y milenario, lo que hace necesaria tal efeméride. En nuestros teléfonos, en nuestros ordenadores, en televisiones y radios, se habla a diario de fronteras. Nos despertamos cada día con noticias de tragedias sucedidas a grupos de personas viajando o malviviendo en condiciones infrahumanas. Aceptamos, presuponemos, que las poblaciones migrantes y desplazadas serán las primeras en acusar los impactos de cualquier crisis. Almacenamos en nuestro imaginario colectivo fotografías de ingentes masas de personas, a menudo racializadas, que esperan en la desesperación poder cambiar sus condiciones de vida. Y por terrible que nos parezca, rara vez calculamos que esas personas podríamos ser nosotras.

Cuando salimos a la calle, el paisaje contiene muchos más matices. En nuestras ciudades, en nuestros pueblos, la diversidad es el pegamento que mantiene unido al conjunto. En las plazas, en las escuelas, en tiendas y en autobuses, nuestra cotidianidad es compartida. Las personas que nos rodean son nuestras vecinas. Todas, de una manera o de otra, forman parte de nuestra comunidad.

El movimiento municipalista lo sabe y lleva años recordándoselo a quién quiera escuchar. Como nivel de gobierno más cercano a las personas, poco importa que los gobiernos municipales carezcan de competencias y recursos para abordar políticas migratorias, casi todas estatales o supranacionales. Nada los exime de la responsabilidad de abordar la realidad local y de hacerse cargo de las personas que la habitan. Nuestras ciudades son el fruto y el reflejo de nosotras, las personas que las habitamos, independientemente de nuestro origen o estatus legal. Los márgenes de nuestra ciudadanía no los dictan las fronteras sino nuestra manera de vivir, nuestra comunidad local, los lugares que reconocemos como nuestros. Y aunque los gobiernos locales no tengan fronteras, muchos de ellos están atravesados por ellas.

 

Lampedusa: la memoria y el mar

El pasado mes de octubre tuve el privilegio de visitar Lampedusa. Allí, en el corazón del Mediterráneo, cada uno de estos argumentos emergió con más fuerza si cabe.

Como tantos otros lugares, el municipio de Lampedusa y Linosa está habitado por una pequeña comunidad instalada en una gran frontera. No es solo una frontera geográfica, sino un cruce de caminos en el que se encuentran a diario innumerables contradicciones, injusticias y desigualdades forjadas desde tan largo tiempo que hasta parecen parte de la normalidad. Lampedusa es ante todo un lugar normal, lleno de acciones cotidianas con vecinos y vecinas que lamentan y celebran las mismas cosas que en el resto de las calles del planeta. La única diferencia es que, desde la isla, el horizonte es infinito y repleto de embarcaciones. Por mil razones distintas, decenas de barcas transitan cada día por autopistas invisibles cargadas de alimentos, de mercancías, de peces de todos los tamaños, de personas que trabajan, que sufren, que esperan. Y en ese mar que a todas las personas alimenta y abraza, un continuo goteo de tragedias salpica día a día la vida del vecindario. Entre todas ellas, la noche del 3 de octubre del 2013 permanece grabada con particular crudeza en la memoria colectiva.  A las tres y cuarto de la mañana, una barca que transportaba más de 500 personas hacinadas en busca de un futuro mejor se hundió a pocas millas de la costa. Murieron 368. Ese momento, esa desgracia y todas las que han seguido, han de servir para despertar conciencias y contar la historia al mundo.

Hoy, el cementerio de Lampedusa es un monumento a la dignidad y a la memoria. Allí descansan, junto a las gentes del pueblo, muchas otras víctimas de una tragedia permanente. Sus datos personales, a menudo imposibles de trazar, han sido sustituidos por dibujos de peces y sirenas, porque la esperanza es que el mar donde se perdieron les acoja. Y porque sí, al fin y al cabo, una de las escasas competencias de los municipios fronterizos consiste en enterrar cadáveres. E incluso cuando enfrentan la responsabilidad de enterrar dignamente a quienes en la travesía perdieron también la identidad, municipios como Lampedusa lo hacen sin más medios que un único coche fúnebre.

En esta isla que no llega a los seis mil habitantes, manda a menudo la geopolítica global. Su alcalde, Totò Martello, lleva años pidiendo apoyo. Martello, que además de alcalde es pescador y conoce las leyes del mar, es un asiduo de los foros internacionales sobre migración y desarrollo. Como alcalde experimenta a diario la brecha entre lo que la ley dice y lo que la realidad le trae. Enfrenta a menudo las quejas de sus vecinos por los desperfectos que las embarcaciones abandonadas ocasionan sobre los barcos pesqueros y explica a unos y otros que deshacerse de ellas es competencia nacional. Media entre autoridades portuarias, humanitarias, ministerios y cofradías para encontrar soluciones a problemáticas que no están escritas en los libros. Acoge animales vivos que han hecho la travesía sin poder acoger a las personas.  Y repite, sin cesar, que es inadmisible gestionar una misma situación desde la emergencia durante más de treinta años. La emergencia se convierte en cotidianidad.

Hacia la Carta de Lampedusa: tender un puente de paz

Frente a las costas de Lampedusa, al otro lado del horizonte, se encuentra la ciudad de Sfax. Además de segunda ciudad y motor económico del país, Sfax es uno de los puertos tunecinos desde los que más jóvenes se echan al mar. El vicealcalde de Sfax, Med Wajdi Aydi, lleva años acudiendo a intercambios con otros miembros de CGLU para aprender a conectar a todos los actores del territorio y remar con ellos en una misma dirección. Su objetivo es salvar vidas, devolver la esperanza a la juventud, otorgar información y techo a quienes carecen de ellos. Ahora, Lampedusa y Sfax sueñan con tender un puente: un puente de paz que traiga de nuevo a flote la dignidad de aquellos que se perdieron en las escasas cien millas que separan sus dos continentes.

Sería inhumano permanecer indiferente y ya no es posible participar como meros observadores. En el movimiento municipalista sabemos y defendemos que las fronteras no son naturales, que la movilidad humana sí lo es. Sabemos que no se encontrarán soluciones conjuntas y beneficiosas sin cambiar la conversación. Y sabemos, defendemos, que la conversación es sobre personas y sobre territorios, sobre derechos humanos y sobre la oportunidad de crecer en comunidades acogedoras.

Bajo el liderazgo de Lampedusa, la membresía de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos, ha iniciado un recorrido para elaborar una Carta de derechos sobre movilidad humana que ponga en el centro la dignidad, en la base el reconocimiento y en el horizonte la paz. Con la Carta de Lampedusa, los gobiernos locales de todos los continentes toman la responsabilidad de abordar las migraciones desde la voluntad de garantizar el acceso universal al Derecho a la Ciudad.

La Carta de Lampedusa es una nueva señal a todos los actores que gobiernan la migración a nivel internacional de que los niveles locales de gobierno son arte y parte de este fenómeno y que, con o sin competencias, se ven obligados a afrontarlo. El objetivo es actuar con valores compartidos en el nuevo contrato social que las agendas globales proponen. El nuevo multilateralismo que buscamos y necesitamos ha de revisar también las nociones de frontera y ciudadanía para acercarlas a las realidades que habitamos. No podemos mirar hacia otro lado. 

De la visita a Lampedusa con el vicealcalde de Sfax para participar en los actos de rememoración anuales, no hemos traído una historia de fronteras sino un relato de vecinas, vecinos, supervivientes, autoridades y sociedad civil. Un sufrimiento comunitario con responsabilidades globales. El mundo está lleno de Lampedusas que no nos podemos permitir. Se repiten en las fronteras de Polonia o en las carreteras de México.  El movimiento municipalista escucha y pide al mundo restaurar la dignidad, la equidad, el reconocimiento y la solidaridad en la gobernanza de las migraciones. Proponemos construir un nuevo marco basado en soluciones participativas, comunitarias y resilientes. Porque esto no es una cuestión de fronteras sino de humanidad.

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